domingo, 8 de marzo de 2020

P. H. Fawcett y la tradición del Gran Diluvio


P. H. Fawcett cartografiando la zona fronteriza entre Brasil
y Bolivia en 1908 (Royal Geographical Society).


El último gran Diluvio, conocido como Tripalafkén –la Gran Agua o Inundación– por los lituche-araucanos y Götterdämmerung o Crepúsculo de los Dioses por los aesir-germanos, es la refracción mítica del conocimiento de la catástrofe cósmica-planetaria como consecuencia de la asimilación de un cuerpo celeste en torno a 12.900 años atrás provocando una lluvia de bolas de fuego que incendió la mayor parte del hemisferio norte, causando la extinción de la megafauna, como los mamuths, los mastodontes y el caballo americano, y la fragmentación de los paleoamericanos –pre-Clovis y Clovis–.

Una consecuencia directa de este fenómeno fueron las extensas migraciones tras la búsqueda de nuevos hábitat correspondientes a los movimientos migratorios humanos descritos por los arqueólogos Herman Wirth, Arthur Posnansky, Edmund Kiss y Roberto Rengifo.

En relación con la Gran Catástrofe, Percy Harrison Fawcett expresó (Exploración Fawcett adaptada de los manuscritos, cartas y memorias de Percy Harrison Fawcett por su hijo Brian. Segunda edición. Editorial Zig-Zag. Santiago de Chile, 1955 [1953]), que sobre América cayó la maldición de un gran cataclismo, recordado en las tradiciones de todos estos pueblos, desde los indios de la Columbia Británica hasta los de Tierra del Fuego. Puede haber sido una serie de catástrofes locales, de carácter espasmódico, o también un desastre repentino y arrollador. Su resultado fué cambiar la faz del océano Pacífico y levantar Sudamérica en algo semejante a su forma actual. No tenemos experiencia moderna para medir la extensión de la desorganización humana resultante de una calamidad que erigió un continente de las islas y creó nuevos sistemas montañosos y fluviales. Sólo sabemos que la destrucción de una gran ciudad puede convulsionar a una nación hasta sus fundamentos.

No requiere mucho esfuerzo e imaginación comprender la desintegración y degeneración gradual de los sobrevivientes después del cataclismo, con sus espantosas pérdidas de vida. Los toltecas se separaron en grupos, luchando cada uno por su propia supervivencia. Sabemos que tanto los nahuas como los incas fundaron sus imperios sobre las ruinas de una civilización más antigua. En el continente norte, más allá de los límites de las ciudades toltecas, en lo que actualmente forma California, Arizona, Texas y Florida, parecen haber degenerado hasta la barbarie. No sólo fueron las ciudades de los Cliff-Dwellers (antiguos indios norteamericanos que vivían entre las rocas), habitadas más tarde por los otomis del norte, sino también la tradición da a los caribes (o toltecas degenerados) un carácter de salvajismo extremo.

Entre todos los pueblos antiguos, la educación se confiaba especialmente a los sacerdotes, que pertenecían a las castas dirigente o estaban íntimamente ligados a ella. Eran los guardianes de las crónicas y de las tradiciones. Una calamidad que sacudió al mundo entero y dejó al ras del suelo a poderosas ciudades de piedra de la antigua América, probablemente también barrió con la casta sacerdotal, así como con las masas de la población laica. Deben haber pasado muchos siglos antes que la reconstrucción produjera algo semejante a una civilización avanzada. Debe haber cesado todo comercio, pues la tradición enseña que el océano Atlántico no era navegable, debido a la violencia de las tormentas, y esta leyenda no es del lado americano, sino del europeo. Probablemente lo mismo ocurría con el Pacífico. Casi no hay duda de que un cataclismo de tales dimensiones produjo mareas extraordinarias y catástrofes menores en todo el mundo, porque por todas partes se encuentran tradiciones que hablan de un Diluvio (Páginas 370 y 371).

Rafael Videla Eissmann
7 de Marzo de 2020


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