Los godos.
Un eco del carácter e ímpetu de los godos, base étnica de los antiguos chilenos, presenta Nicolás Palacios en su libro La Raza Chilena. Su nacimiento. Nobleza de sus orígenes (Imprenta u Litografia Alemana de Gustavo Shafer. Valparaíso, 1904):
“¿Por qué esa rabia particular de estos guerreros con las esculturas griegas? ¿Por qué profanaron los templos? ¿Por qué trataban tan cruelmente, sin oírlos, a los maestros de la juventud de todo el mundo romano?
¿Era odio al arte, odio a la Divinidad, odio a la sabiduría y a las letras de estos ignorantes contumaces, como me enseñaron en el Instituto Nacional y siguen enseñando a nuestros jóvenes? No, absolutamente.
La cólera terrible que armaba su brazo destructor, el desprecio o más bien el asco que sentían por los letrados, sacerdotes y dioses del Mediodía, tenían una sola, justa y sana causa: Era el horror invencible, inmenso a la corrupción sin freno ni límites que invadía hasta la médula a todo el mundo meridional entregado a su espada vengadora.
Antes de su invasión al imperio romano, los godos habían vivido largo tiempo en el sur de Rusia, desde los márgenes del Danubio hacia el oriente. Allí supieron por los comerciantes, por los viajeros, etc., la gangrena que corroía a sus vecinos del sur, por lo que siempre tomaron sus medidas para que la juventud godos no intimara con sus habitantes. Cuando formaron sus ejércitos y decidieron la invasión, venían penetrados de su papel de vengadores de la moral y del Todopoderoso, vilmente ultrajados por esa raza inferior de hombres afeminados y corrompidos. «No puedo detenerme, es Dios quien me impulsa hacia adelante», contestó Alarico a un santo ermitaño que l salió al paso a suplicarlo que no avanzara.
Pero cuando contemplaron de cerca el cuadro de aquella civilización tan decantada, su indignación no tuvo límites. El alma castísima y profundamente religiosa de los godos sufrió el más amargo y rudo choque a la vista de las esculturas de impudor repugnante y de hombres-animales que llenaban los sitios públicos y los destinados a la oración, y las cuales se les decían eran de los dioses. No es sensato exigir que esos hombres hubieran ido fijándose, para respetarlas, en las obras firmadas por Fidias, para que las edades futuras se deleitaran en su contemplación.
De los sacerdotes y sacerdotisas de tales dioses, los godos tenían noticias antiguas y seguras.
Mujeres meridionales en gran número emprendían continuamente viaje a la patria de estos bárbaros, a donde llegaban con aire misterioso, diciéndose adivinas, descifrando runas y leyendo la suerte en las rayas de la mano. Los jóvenes guerreros, de formas apolíneas, de cutis albísima, surcada de venas azules como sus iris, de cabeza semejante a un cesto desbordado de anillos de oro, que se ruborizaban como una virgen por una monada y que habían de ser más tarde el terror de las legiones romanas no intimidaban a esas mujeres de ojos negros, de cutis pálida y de mirar sugestivo. Pero llegó un día en que aquellos bárbaros descubrieron que las tales adivinas estaban introduciendo en sus familias costumbres impúdicas y corrompiendo a la juventud, por lo que el rey gofo Filimer las hizo expulsar ignominiosamente de todos sus estados. En su marcha al sur, encontraron a estas mismas mujeres interpretando la palabra divina en los templos griegos y dictando la ley a los hombres.
Si a uno le dijeran estas cosas en el Instituto, tendrían que juzgar de otra manera a esos bárbaros y le ahorrarían el que, para conocer la verdad, tenga uno que empezar de nuevo, después de viejo, a estudiar historia; pero nuestros libros son latinos y no pueden dar importancia a lo que se les antoja detalles nimios, y así resulta latina la interpretación de los acontecimientos y su juicio sobre los hombres.
No eran los godos individuos que se pagaran de discursos; al contrario, por befa llamaban a los meridionales «lengua sin brazos», por lo que las peroraciones de los retóricos, cuyas costumbres conocían, servían más bien para exasperarlos, y así debe tenerse por un acto de moderación de su parte el que se hubieran limitado a echarlos a azotes de su presencia. Ni tampoco les imponían gran respeto la gravedad, la prosopopeya, la énfasis que gastaban los académicos latinos o griegos, a los cuales llamaban «adornos de banco», gente sólo «buena para mover los brazos en tiempo de paz y las piernas durante la guerra»”.
Nicolás Palacios
La Raza Chilena. Su nacimiento.
Nobleza de sus orígenes
(Páginas 64-66).
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