Ceramio prehispánico de naturaleza solar de la Región de Coquimbo,
en el norte de Chile.
Una acotada referencia desarrollada por el antropólogo Jacques de Mahieu sobre el guerrero Kari, quien invadió la legendaria metrópolis de los viracochas. ¡Cuál fue su origen? ¡Qué motivó, realmente, su invasión a Tiahuanaco? ¿Cuál fue su destino? Una significativa clave la entrega su asentamiento en Hatunkolla, en la ribera septentrional del lago sagrado Titicaca, pues Hatun es el epíteto de los gigantes en la tradición andina y Kolla, es la orientación cardinal referente al sur (Nota del Editor).
En Coquimbo, en el sur de las provincias chilenas, un jefe local, Kari, aprovechándose de la agitación, se subleva y marcha sobre Tiahuanaco. ¿Trátase de un araucano, como se dijo –y lo repetimos–, o de un aymara de la tribu de los lupaca que, según parece, está afincada en la región? El análisis de la situación favorece la segunda hipótesis. Por un lado, en efecto, el rebelde no puede llevar consigo, en una distancia de 1500 km, que incluye el desierto de Atacama cuya travesía es sumamente difícil en razón de la imposibilidad de encontrar allá los víveres y el agua indispensables, sino tropas muy poco numerosas. Por otro lado, apenas entrado en el Collasuyu, obtiene el apoyo de tribus locales a las que federa bajo su autoridad. ¿Llámase realmente Kari, o se le dio más tarde el nombre de algún genio maléfico? Podemos preguntárnoslo: En la mitología escandinava, Kari es, en efecto, el siniestro gigante de la tempestad, el “devorador de cadáveres”.
Cualesquiera que sean su procedencia y su nombre, el rebelde junta fuerzas apreciables y ataca Tiahuanaco, de la que se apodera. Los vikingos sobrevivientes se refugian en la Isla del Sol, donde los persigue y los aplasta. Los blancos de sexo masculino son degollados despiadadamente. La revuelta se extiende a todo el territorio del imperio. Las colonias militares, cuyos miembros en buena parte son “incas”, “descendientes”, no son atacados o resisten sin mayores dificultades. Aislados en medio de los indios, los señores locales, por el contrario, están a merced a partir del momento en que ya no los apoya ningún poder central. Algunos, cuyos súbditos permanecen leales, logran conservar su autoridad. Pero muchos, la mayor parte probablemente, son muertos. Si los 300.000 vikingos, entre los cuales 75.000 en edad de llevar armas, que hay en Sudamérica –según nuestras cifras en razón de la fertilidad disminuida y la mortalidad más elevada de los blancos establecidos en la Llanura–, hubieran estado concentrados en Tiahuanaco y en el Cuzco, los acontecimientos se habrían desarrollado diferentemente. Pero están esparcidos en un territorio gigantesco que comprende, ya los vimos, no sólo –en términos actuales– el Perú, Bolivia, la mitad de Chile y la cuarta parte de la Argentina, sino también Colombia y el Brasil. En esas condiciones, toda resistencia es imposible, salvo, a veces, a escala local. Pero ya no se trata entonces sino de una supervivencia.
Vencedor, Kari establece su capital en Hatunkolla, en la orilla norte del lago Titicaca, y toma el título de Sapakhta. Él y sus sucesores hacen del Collasuyu un reino independiente, más o menos organizado. En el norte, los chinchas y los chancas siguen su ejemplo. En todas las demás provincias, la anarquía impera.
Jacques de Mahieu
El Imperio Vikingo de Tiahuanaco (1985)
(Páginas 130-131).
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