viernes, 1 de julio de 2016

Ecos de la historia de la raza polar


Mapa de Gerardus Mercator del Polo Norte (1554).


En el siglo X se conoce perfectamente, en la Europa occidental, la existencia de América. Los textos de la antigüedad, que la mencionan, debidos a Aristóteles, Estrabón, Séneca, Macrobio, Plutarco, Diodoro Sículo y otros más, siguen leyéndose, por lo menos los latinos, en los círculos cultos de la Alta Edad Media. En el siglo VII, Isidoro de Sevilla la proclamaba. Desde el IX, la Navigatio Sancti Brandani circula en los conventos como en los castillos, la que cuenta el viaje, real (como parece) o imaginario, del abad de Clainfert a Centroamérica, en el año 536. Tal vez los vikingos, aún paganos, ignoraran todo esto. Pero saben muy bien, y sus sagas lo relatan, que Ari Marsson fue llevado por un temporal, en 963 hasta Huitramannaland –la “tierra de los hombres blancos”–, o Gran Irlanda, pobladas por celtas que lo retuvieron allá y lo bautizaron y que marinos noruegos lo vieron, y luego fueron a América también ellos. Otros episodios de la misma índole habían debido producirse anteriormente como se producirán más tarde. En 986, Bjarni Herjulfsson, arrastrado por un temporal mientras se dirige de Islandia a Groenlandia, costeará lo que se llamará poco después Vinland y lo contará Erick el Rojo. En 1004, Thorir y sus hombres serán recogidos, después de su naufragio, por Leif Eriksson, que acaba de emprender el regreso desde la nueva colonia. En 1029, Gudleif Gudlangsson, empujado hacia el oeste, tocará tierra en América y, con gran sorpresa suya, encontrará allá a Bjorn Asbrandsson, el Campeón de Breidavik, exiliado en 999, quien lo sacará de manos irlandeses que pretenden jugarle una mala pasada. Desde que se navegaba regularmente entre Noruega e Islandia –y, en 967, son ya cien años–, era inevitable que drakkares, barcos muy marineros pero a los cuales su corta quilla y su vela cuadrada prohibían remontar el viento, hubieran sido impelidos contra las costas del “nuevo” continente. Y, verosímilmente, mucho más temprano aún, puesto que desde hacía tres mil años y más los escandinavos surcaban el Atlántico en embarcaciones que, a juzgar por los frisos del templo egipcio de Medinet-Habu que nos las muestran en 1200 a. C., no eran muy distintas a las del siglo X.

Sólo en fecha muy reciente y gracias a los extraordinarios trabajos de Jürgen Spanuth, la ciencia echó alguna luz sobre los antepasados de los vikingos. Por cierto, los antiguos nos hablaban de los hiperbóreos que suministraban el ámbar a Egipto y Micenas y a quienes el masaliota Piteas había visitado en 330 a. C. Y no se ignoraba que aqueos y dorios habían llegado de los países del Gran Norte, con los cuales los primeros mantenían contactos que no eran exclusivamente comerciales. Ahora sabemos que, al final del Neolítico y en la Edad del Bronce, un inmenso imperio, cuya capital era Basiléia, también llamada Abalus, se encontraba en una gran isla, sumergida en el último cuarto del siglo XIII a. C., que estaba situada en el Mar del Norte y de la cual sólo queda, hoy día, la roca de Helgoland. Un imperio cuyas naciones federadas cubrían, no sólo el área de la cultura nórdica –sur de Suecia y Noruega, Dinamarca, Frisia y Sajonia del Norte–, sino también el sur de España (Gadiros, o Tartessos), el África del Norte y Europa hasta el mar Tirrenio. Un imperio cuyos pueblos diversos estaban gobernados por una aristocracia de raza nórdica [aria], cuyo origen se remonta a los hombres de Cro-Magnon, y de cultura indoeuropea, puesto que a ella se debe la escritura pre-rúnica, madre de todos los alfabetos de Europa, el Medio Oriente y el África del Norte, cuyos primeros rastros aparecen en el magdaleniense.

Eran los constructores de megalitos, cuyos monumentos se reencuentran a orillas del Atlántico y el Mediterráneo y, mucho más lejos aún, en Insulindia, en Corea y hasta en Polinesia, fusionados, a principios de la Edad del Bronce, con los Hombres del Hacha, invasores del mismo origen, pero más belicosos. Una raza de marinos, como bastaría para probarlo la incursión de los Pueblos del Mar del Norte que, expulsados de las tierras anegadas, lanzaron, a finales del siglo XIII a. C., una poderosa flota contra Atenas y Egipto. Guerreros, pues, pero también agricultores y comerciantes que vendían, a peso de oro, el ámbar que sus carros y sus barcos transportaban, por rutas perfectamente trazadas, hasta el Mediterráneo.

Jacques de Mahieu
El Imperio Vikingo de Tiahuanaco (1985)
(Páginas 10-12).


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